domingo, 11 de enero de 2009

El beso

El beso estaba en el aire. Él sabría que ella no se resisitiría, ella que nunca llegaría a dárselo. Su historia de amor, la más turbulenta de todas. Pero cada lágrima, cada día malgastado pensando en ella, cada silencio y cada palabra no dicha se perdían en su aroma, en el contacto de su piel. Un beso en el cuello, donde nace el pelo. Otro en el lado contrario. Otro en cada mejilla. Otro más, y otro, cada vez más cerca de sus labios. Y cada vez más lejos.

sábado, 10 de enero de 2009

La historia de mi vida

¿Qué te voy a contar de mi que ya no sepas?
Vivo en el centro de Madrid, en la fachada norte de la Gran Vía, en un ladrillo. En uno de los agujeros. Tengo siete compañeros de piso. Son todos indochinos, excepto uno, que es una rata. Curiosamente, es el que más me gusta. Empecé a hablar con él de economía y política, pero fue casi imposible. Cada vez que yo introducía un tema de conversación, él empezaba a gritar en un tono muy agudo. Esto me echaba un poco para atrás, lo cual era difícil en un ladrillo. A veces me intentaba morder la mano.
"Qué opinas de Milton Friedman?" "Scriiiiich chiiiiiiich". Poco a poco, nuestras diferencias nos fueron separando, aunque me dio tiempo a tener una breve relación pasional con su hermana.
A los quince años decidí dejar a mis padres. Anduve por las calles buscando trabajo, sin mucha suerte. Al final decidí entrar en algún sitio a buscarlo. He tenido una vida profesional muy variada. He sido prostituto de alto standing, filósofo barato, astronauta, medium, paseador de perros, rabino... A veces, mis distintas vocaciones se entrecruzaban, dando paso a los momentos más felices de mi vida. Por ejemplo, vendía mis conocimientos de Kant, Szizek y Jung en cabarets en los barrios bajos de Lisboa, a 30 euros la hora. Era tan bueno que si el cliente no alcanzaba el orgasmo mediante mi perfecta técnica de masturbación mental, pagaba por otra media hora. También paseaba cohetes con correa, dando comienzo a los viajes más extraños por el universo. Así me convertí en asesor teológico de civilizaciones extrañas en otros planetas. Introducí el complejo de culpa en la clase baja venusiana, todo bajo un prisma religioso. Nunca fui un gran medium. A pesar de poder invocar y hablar con los muertos desde los doce años (mi círculo social-espiritual es amplísimo, con personalidades que van desde Einstein a Elvis. Todas con la "e"), prefería timar a mis clientes y dejar pistas para que descubrieran que era un fraude. Así acabé en la cárcel, de la que me fugué invocando a Lars von Trier para que diera un discurso antimoralista a los guardias mientras yo cavaba un túnel con mis uñas (por supuesto, tuve que matarle antes).
Al salir de la cárcel me fijé en la chica que llevaba el asunto de las posesiones personales. Era enorme, gorda y su cara pegaba más en un relato de HP Lovecraft o en la carta de un restaurante barato de marisco que en aquella prisión, pero eso no me impedía amarla.
Fue entonces cuando descubrí el sentido de la vida. Lo conozco y puedo ayudarte a encontrarlo, porque es algo que todos llevamos dentro, pero no puedo dar cuenta escrita de ello por la misma razón. Tú dame un bisturí y túmbate tranquilo. Comencé después una serie de relaciones pasionales con animales marinos, quizás para llenar ese hueco que había dentro de mi, donde antes se encontraba el sentido de la vida, pero al final todos y cada uno me dejaron para subir a desovar al río. Piensa en mi la próxima vez que comas salmón. Más adelante, empecé a pensar en la muerte. Cuando era joven pensaba que la muerte era simplemente parte de la vida, un bello proceso natural que ha de ser contemplado con amor y no con ansiedad, pero esto se fue a pique cuando, tomando café una soleada mañana en mi amada Nueva York, me di cuenta de que mi vida era una despreciable parcela de existencia precedida y seguida de un vacío infinito. Entonces busqué a Dios.
Lo encontré en un bar de jazz en Praga, sirviendo cócteles a matones y chicas desdentadas, y le pregunté en arameo "¿hay algo más repugnante que permitir que todas las cosas malas existan en el mundo, si tienes el poder de hacerlas desaparecer?" Esto pareció hacer click en algún lugar de su interior y empezó a tirarme los tejos. Le dije que yo no era un chico fácil, que Marilyn Monroe se me había tirado encima una noche de borrachera en su casa de LA, pero yo fui tan veloz que rápidamente la esquivé y fue a caer en un barril hasta arriba de pastillas para dormir. Prometo que así ocurrió. Aún así, el Altísimo no desistió en su tarea de llevarme al lecho divino. Fue cosa de una noche. Nunca más le llamé. He oído que ahora frecuenta stripclubs en Wisconsin, en su eterna búsqueda de la aceituna perfecta.
Siempre dominé el arte de leer la mente. Ya lo sabes, conoces mi legendaria capacidad. Hablan de ella en países vecinos y en lugares exóticos, donde ni siquiera existen las mentes. Ayer mismo convencí a un grupo de gatos callejeros de contemplar el suicidio colectivo, antes de arrepentirme y llevarlos de gira conmigo por los tejados de parís, tocando jazz. Oh, qué zarpas tenía el pianista... Así conocí a Miles Davis, que en su vida anterior fue uno de esos gatos, el único al que conseguí convencer de quitarse la vida. Años más tarde inventé el reloj de muñeca, y lo vendí en el pasado. Fue entonces cuando me empecé a quedar calvo. Esto dio paso a una seria crisis de autoestima, de la que sólo salí cuando me convertí en el mejor amigo de Jack el destripador. ¡Oh!, qué noches más maravillosas pasábamos, diseccionando prostitutas... El mayor misterio concerniente a Jackie (así lo llamábamos yo y su madre, Buda) no era su identidad, sino por qué intentába vender pelucas de su propio pelo a escritores caídos en desgracia. Eso los convertiría en dioses, decía, y no le faltaba razón. La alarmante falta de originalidad en la literatura inglesa del siglo XIX no tiene que ver con la dura vida que llevaban sus contemporáneos, sino con la inusual aparición de nuevas religiones paganas. Pronto le dejé, cuando decidió regalarme una de sus pelucas. Aburrido del Londres victoriano, viajé a distintas épocas. Los seres humanos tenemos una seria adicción a romantizar e idealizar otras épocas. Confucio era un viejo enano retrasado, que frecuentaba los caminos de la china pre imperial con sus puños en la espalda, recitando legendarias frases como "Pala cogel manzana el alto álbol, necesital lalga escalela". Esto era una estratagema para mantener a su aleatorio interlocutor bloqueado mentalmente y acto seguido sacar sus puños y gritar como un cerdo para darle un susto de muerte. Fue el primer asesino en serie. Sócrates era un vagabundo sucio que Platón sostenía era su mentor sólo para fardar y conseguir más efebos. Kant despertó del sueño dogmático a Nietzsche, sí, pero no sin antes meter su mano en un vaso de agua fría, a ver si se meaba encima. Nietzsche despertó enfadadísimo, miró a su alrededor en la habitación y, al no ver a Kant, debidamente agazapado tras el sofá, proclamó que Dios había muerto. Boole entendió que todo se podía reducir a ceros y unos sólo tras darse cuenta de que no sabía contar hasta tres. Borges no sólo era ciego, también era sordo, mudo y manco. Parecía una salchicha. Shakespeare era gay. Descartes no tenía nariz.
Después de un viaje por el tiempo, volví, conmocionado al presente y me di cuenta de que nada tenía sentido. El frío eterno que acompaña a las distantes estrellas se apoderó de mi corazón maldito. Presioné una pistola contra mi sien y paré porque me hacía daño. Entonces aprendí a bailar. Recorrí las calles de Berlín con mi espectáculo de salsa, mal recibido por el ambiente desolado de la postguerra nazi. Y eso que yo ayudé a Hitler a planear su cometido. No soy malvado, lo hice engañado, pensando que cuando todo acabara me darían caramelos. Nos hicimos amigos en la segunda década del siglo, cuando Hitler era bailarín de foxtrot. Cuando me di cuenta del horror que representaba exterminar judíos y gitanos, decidí exterminar moldavos. Por eso poca gente ha oído hablar de ellos.
Tras obsesionarme con los nazis, compré una capa de murciélago y una máscara barata y me convertí en superhéroe. Algunos me conocían por el nombre de Batman. Otros por el de Courtney Love. Planeé sobre las calles de chicago, luchando contra mafiosos a puñetazos mientras me disparaban, hasta que una de sus balas impactó en mi cabeza y perdí la mitad de mi cerebro. Entonces me hice cristiano. Cuando me volvió a crecer decidí hacer algo útil con mi vida me metí a político, donde sólo me aceptaron tras constatar que, como un efecto secundario del tiro en la cabeza, todavía balbuceaba y escupía al hablar. Fui presidente de los Estados Unidos durante un sólo mandato. Tuve que presentar mi dimisión porque cuando supe que había una conspiración para acabar con mi vida durante uno de mis discursos, decidí plantar cara y montar un rifle de francotirador, disparando aleatoriamente a la multitud que tenía enfrente, para dar con el asesino. Quizá tuvo que ver también que usé gran parte del dinero de los contribuyentes para pagar operaciones dentales a líderes de grupúsculos neonazis. Compréndelo, tenía que llevarme bien con todo el mundo. Viajé poco después a Noruega, donde la escasa luz del sol me condujo a una previsible depresión. Acabé tocando en grupos de black metal. Gritar era mi nueva forma de expresarme. Me expresaba como lo haría un insecto gigante ardiendo en una hoguera. Lo dejé poco después de sacar mi primer disco como cantautor, Satanis Feladictis.
Llevaría toda una vida contar toda una vida pero el sol se esconde tras las colinas del oeste y mis genes de lagartija me conducen de nuevo a mi ladrillo. ¡Farewell, my lover!